Asistente de redacción

por postalessinsello

Este relato fue finalista en la X edición del Concurso Literario Internacional Ángel Ganivet y ha sido publicado en su antología (p.55).

asistente de redacción

Una mañana, en un barrio de una gran ciudad, una mujer de mediana edad desayuna mientras hojea el periódico. La situación más normal del mundo. Se detiene en la sección de necrológicas. Nada raro.

El tazón de café con leche queda suspendido a medio camino entre la mesa y su boca. Pasan varios segundos sin que la mujer sea capaz de descifrar lo que está leyendo. Al final la taza cae sin romperse, la mujer sale de su trance y corre a por una bayeta. Tampoco es tan extraño.

Pero la mujer en cuestión no conoce al protagonista de la necrológica que ahora lee una y otra vez: “Juan Acosta Kaufmann, Tánger 1939 – Madrid 2015”.

Bueno, a decir verdad lo ha visto un par de veces, y habrá intercambiado con él unas pocas frases. Puro protocolo. Ni siquiera sintió hacia él un atisbo de simpatía. Y sin embargo, conoce su pensamiento mejor que el de ninguna otra persona. Puede contar pasajes enteros de su biografía y recitar sus frases más selectas.

En realidad, su vida entera gira en torno a él.

Esta mujer que desayuna soy yo, María López Merino, 56 años, residente en Madrid, asistente de redacción en Ediciones Folio, ahora integrada en el conglomerado Humanitas Editorial. Juan Acosta Kaufmann quizás no necesite presentación, pero haré un breve resumen de lo que ponía en su necrológica.

Pensador y novelista. De origen humilde y exótico, autodidacta. Relegado al ostracismo durante la Dictadura, se exilió en París y fue encumbrado en la Transición. Ya como académico y sabio de referencia, recorrió debates y tertulias, firmó artículos y ensayos. En definitiva, había dejado una impronta imborrable en la literatura en castellano del siglo XX y principios del XXI.

Acosta Kaufmann era algo así como el Kundera español. Nuestros caminos se cruzaron en 1983. Yo había terminado la carrera de Filología y comencé a trabajar, a cambio de un sueldo mísero, en Ediciones Folio. Lo habría hecho aunque no me pagasen en absoluto: para mí Folio era un templo del saber y sus libros (cubierta morada para la filosofía, naranja para la narrativa, y verde para la poesía), objeto de culto.

Mi jefe por aquel entonces, Mario Tamayo, me había dicho una mañana de otoño que tenía “una nueva apuesta”, y que yo me encargaría de pulir sus textos. Hasta aquel momento no había hecho más que contestar la correspondencia, comprobar pedidos y pagar a los recadistas, así que no cabía en mí de contento. La nueva apuesta era Juan Acosta Kaufmann.

El escritor fue entregando novelas y ensayos con un ritmo continuo, una obra cada dos años. Su éxito fue creciendo y llegó a convertirse en el autor más vendido de Folio. Hoy en día cualquier editor hubiera tratado de exprimirle, pero eran los años ochenta y estamos hablando de editores con principios, como Mario.

Yo iba pasando a limpio los textos, corregía las pruebas, contactaba con los prologuistas, escribía reseñas y, en general, daba forma a todos los libros que salían de la mente del gran escritor. Aunque en los últimos años su ritmo de producción se había vuelto algo más lento y su prosa más compleja, seguía siendo el autor más vendido de Folio y el principal motivo por el que Humanitas Editorial se había interesado por la casa.

− ¿Y ahora qué va a pasar contigo?

De acuerdo con una de sus costumbres que más me sacaban de quicio, mi marido se había acercado sigilosamente y estaba leyendo el periódico, todavía abierto en la página de necrológicas, por encima de mi hombro. No me había parado a pensarlo.

Pero ya eran las ocho de la mañana, iba a llegar tarde al trabajo.

Nada más sentarme en mi mesa de la oficina, Héctor Vázquez me llamó a su despacho. Vázquez era mi nuevo jefe, nombrado hacía un par de años por la dirección de Humanitas para reflotar Folio. Al principio hubo cotilleos y bromas a propósito de Vázquez entre los históricos. Su desconocimiento de la casa y, peor aún, de los libros, era notable. También llamaban la atención su estilo ejecutivo, su todoterreno y su reloj fuera de escala. Pero conforme la plantilla de Folio fue adelgazando, los rumores se habían ido extinguiendo.

− María, supongo que tú también has leído los periódicos. No hace falta que te diga que Juan ha sido el número uno de ventas de Folio durante décadas. Su muerte nos deja en una situación aún más comprometida.

Yo traté de componer mi mejor cara de pesadumbre mientras pensaba que esa familiaridad con Acosta Kaufmann, “Juan”, al que seguramente jamás había visto en persona, era muy típica de Vázquez.

− Adela, la agente de Juan, me ha llamado ya para decirme que ha dejado un manuscrito. Es una novela, y estaba a punto de terminarla.

− Vaya, es una gran noticia.

− Sí, lo es. Con el revuelo que ha causado su muerte, cualquier cosa que lleve la firma de Juan arrasará. Te vas a encargar de revisar el manuscrito y pulirlo, como has hecho siempre. Si nos damos un poco de prisa, podemos llegar a la campaña de Navidad. Quiero que le des prioridad absoluta, así que puedes trabajar desde casa. Esperamos un gran resultado, todos confiamos en ti.

__

El manuscrito de Acosta Kaufmann llegó en una caja de cartón de tamaño mediano. Me la llevé a casa en el metro, cargándola con cierta dificultad y algo de orgullo. Nadie en el vagón podía sospechar el valor de su contenido.

Me instalé en la mesa del comedor con el manuscrito, mi portátil, el diccionario de sinónimos y antónimos, y un termo de café que vaciaba y llenaba varias veces a lo largo del día. Nunca había trabajado en casa y, al principio, el silencio se me hacía abrumador.

Cualquier pequeño ruido me distraía más que el bullicio de la oficina. Sin embargo, comencé a acostumbrarme.

Dediqué los primeros días a leer el manuscrito y analizar su contenido: anotaba mis dudas y las erratas que iba encontrando, contrastaba versiones cuando una frase o incluso una escena entera había sido reescrita.

Al detectar ciertos manierismos, no podía evitar que se me escapase una sonrisilla. Con este manuscrito también jugué a uno de mis pasatiempos favoritos: antes de dar la vuelta a una página, trataba de adivinar cuál sería la siguiente palabra. Si acertaba diez seguidas, me concedía pequeños premios, como coger una onza de chocolate del frigorífico. Supongo que este juego lo practican todos los asistentes editoriales, aunque nunca lo he hablado con nadie.

A la semana de comenzar el trabajo ya tenía un diagnóstico. Me sentía como un forense que acaba de completar una autopsia. En resumen, mi informe era el siguiente: El último verano era una clásica novela corta de Acosta Kaufmann, que se centraba en sus temas más queridos.

En un contexto vagamente exótico, con edificios coloniales semiderruidos y nazis perseguidos por el Mosad, el autor desplegaba sus personajes de siempre. El héroe atormentado, atrapado entre la fidelidad a sí mismo y la presión social por alcanzar una noción de éxito que apenas entiende. Las sombras familiares, la madre abnegada y el padre militar. La mujer, apenas esbozada porque no hacía falta más para dejar claro lo que el autor quería que conociéramos de ella: su belleza y su distancia, cualidades inseparables.

Y entonces empezó.

__

Podría decir que no sé cómo ocurrió, pero lo recuerdo. Estaba leyendo una frase no especialmente relevante de la novela: “Las agujas de las mujeres de los marineros nunca eran lo suficientemente rápidas como para atrapar en sus redes los últimos rayos de sol”. La releí varias veces, primero en voz baja, luego marcando la pronunciación con los labios y, finalmente, en voz alta. No me gustaba. Era una idea poética, pero el resultado era confuso y cacofónico, y el adverbio estaba de más.

“Las mujeres de los marineros trataban de atrapar en sus redes los últimos rayos de sol”. Lo puse a lápiz en el margen. Luego lo escribí a ordenador, al final del texto que ya tenía transcrito. El cursor parpadeaba, invitándome a deshacerlo. Tenía la goma de borrar en la mano.

Pero no lo hice. La tentación era demasiado fuerte. ¿Y si…?

Los días siguientes quité adverbios, rompí frases subordinadas, eliminé adjetivos. Borré conversaciones acartonadas. Corté y cambié de sitio palabras, luego frases, párrafos y escenas enteras. Decidí que uno de los personajes secundarios, el inspector Rainer, era insustancial y lo eliminé de la trama.

Estaba disfrutando, por supuesto. Aquella sensación de libertad era desconocida para mí.

− ¿Marcha bien el trabajo? − me preguntó un día mi marido, en la cena−. Anoche te quedaste hasta tarde.

− Sí, va muy bien. Ahora mismo estoy puliendo el texto.

− Ah, genial.

Fue una sensación rara, como si me hubiera sorprendido robando. Supongo que me sonrojé. Pero él siguió comiendo, sin preguntarme en qué consistían las modificaciones. También he de decir que mi marido es ingeniero y jamás le ha interesado la ficción. Al principio de nuestro noviazgo, cuando yo llevaba cada nuevo libro que editábamos en Folio como si fuese un trofeo, solía fingir interés y muchas veces se quedaba dormido con uno de aquellos libros de cubierta morada, naranja o verde en el regazo.

Dediqué los días siguientes a mi principal problema con El último verano: Patricia, la protagonista femenina. Como todas las mujeres que ocupaban un papel central en la obra de Acosta Kaufmann, Patricia no tenía carácter, ni siquiera entidad. Sólo existía como huidizo objeto del deseo para el héroe. Tenía que hacer algo al respecto.

Añadí situaciones, le di frases en conversaciones en las que antes apenas intervenía. Le regalé una historia y una personalidad. Pensamientos propios. Lo estaba pasando en grande. Entonces sonó el teléfono.

Era Vázquez, y Vázquez nunca se andaba con rodeos.

− ¿Cuándo podré tener el borrador definitivo?

− No queda mucho, ya estoy terminando de pulirlo.

− Mándamelo por email en cuanto esté.

− Claro, el viernes sin falta.

Esa llamada debería haberme devuelto a la realidad. Tendría que haber guardado el archivo en el que estaba trabajando en una carpeta escondida en las profundidades de mi ordenador portátil, y retomado el documento original. Pero no era capaz de hacerlo. Como cuando suena el despertador y nos concedemos cinco minutos más, no paraba de decirme a mí misma que aquella sería la última palabra, la última frase. Pasaron dos días; el plazo que me había dado en la conversación con Vázquez estaba a punto de terminarse.

A última hora de la tarde del viernes, me senté a escribir a mi jefe. Redacté un mensaje somero (no se iba a molestar en leerlo), atribuyendo mi tardanza a la dificultad para descifrar la caligrafía temblorosa de Acosta Kaufmann. Y entonces me dispuse a adjuntar el archivo. En mi ordenador tenía dos documentos. «El último verano» era el texto original, la novela póstuma de Acosta Kaufmann pasada a limpio. «El último verano edit» era la versión libre en la que había trabajado, disfrutando por primera vez con mi trabajo, en los últimos días.

No sé qué me pasó.

Cuando me quise dar cuenta, el mensaje con el documento «El último verano edit» adjunto ya estaba enviado.

Lo lamenté, por supuesto. Maldije mi torpeza. Estaba segura de que Vázquez habría abierto el mensaje al momento. Me planteé todas las opciones a mi alcance. La única posibilidad viable pasaba por explicarle que había sido un error: le diría que aquel documento no era más que un pequeño ejercicio, un juego privado.

Pero no me sentía con fuerza para llamar a Vázquez. Por otro lado, en cuanto empezase a leerlo, él mismo se daría cuenta de que el texto no era original. Temía su reacción.

− ¿Te pasa algo? − me preguntó mi marido mientras veíamos la tele.

− No es nada. Acabo de mandarle la novela a Vázquez y…

¿Cómo explicárselo?

− Ya. Te entiendo. Siempre es difícil deshacerse de un trabajo en el que te has volcado tanto.

− Sí, es justo eso.

__

El fin de semana esperé, ensayando mentalmente mi conversación con Vázquez.

No podía concentrarme en nada más.

El lunes llegué a la oficina, casi sin dormir, y tal como imaginaba mi jefe me llamó a su despacho. Encima de su mesa estaba, impreso y encuadernado, «El último verano edit».

− María, acabo de hablar con Adela. Lo he contrastado también con un catedrático experto en la obra de Juan, y con el crítico de literatura del Grupo Crónica, Luis. ¿Sabes qué me dicen?

No podía descifrar la expresión de su cara.

− No.

− Es la mejor obra de Juan. Supera a las anteriores. Por fin se decidió a aligerar el estilo, y a darle peso a un personaje femenino. Patricia va a dejar huella. Ese cabrón tenía escondido un jodido canto de cisne.

− Vaya.

Vázquez sonreía, dando golpecitos a su copia impresa de «El último verano edit».

− Felicidades.

Nada más decirlo la expresión de Vázquez se ensombreció.

Ahora viene.

− María, siento mucho decirte esto, y especialmente ahora. Sabes que estamos en medio de una crisis brutal que afecta a todo el sector, y en nuestro caso hemos decidido hacerle frente con una reestructuración que nos permita seguir ofreciendo a los lectores las mejores obras.

− Sí.

− Tal como están las cosas, nos vemos obligados a prescindir de tu puesto. Pero quiero que sepas que tienes toda mi admiración por lo mucho que has aportado a esta casa, María.

La conversación con Vázquez había tomado un rumbo que no me había imaginado. Tuve que improvisar.

− No es para tanto. Yo sólo he sido una asistente de redacción.