Una baratija
por postalessinsello
Este relato se publicó en la revista online Almiar / Margen Cero, en octubre de 2015. Imagen: Mercado de flores de Valencia (1908).
El domingo había mercadillo en el barrio, al lado de la iglesia. Después de ir a misa, solía pasear con mis padres entre los puestos.
— ¡Camisetas, camisetas para el niño y para la niña!
– ¡Vamos, vamos, que me los quitan de las manos!
– ¡Señora, no vaya sin bragas!
Mi madre se reía. La salida al mercadillo era su momento favorito de la semana. El domingo se maquillaba y se vestía con su mejor abrigo, que aquel invierno era gris, con el cuello forrado de pelo y un broche en forma de bailarina sobre la solapa. El abrigo, sin broche, lo había llevado antes mi abuela.
Pero aquel domingo mi madre se quedó en la cama. Me despedí de ella en el cuarto en penumbra.
— Estoy muy cansada, cariño. Luego iréis a comer a casa de la abuela.
Mi made había vuelto a trabajar como recepcionista en un hotel del centro, ahora en horario de noches.
El sermón, interrumpido por carraspeos y estornudos, se prolongó más de lo habitual. Al salir, miré agradecida el sol blanco de enero e incluso le di la mano a mi padre (ya había empezado a avergonzarme por este tipo de gestos), pegándome a él hasta sentir el tacto reconfortante de sus pantalones de pana.
El mercadillo estaba más concurrido de lo habitual. Como siempre, mi padre se detuvo en el puesto de las casetes de música, y las miró una a una. Todas las semanas repasaba cuáles formaban parte de su colección y cuáles eran nuevas, y quizás podría pedirlas a algún amigo para hacer una copia.
Seguimos paseando y le obligué a detenerse en el puesto de bisutería, que me parecía inabarcable.
En aquella época, además de los pendientes “de diario”, como decía mi madre, mi joyero contenía las perlitas que me habían puesto al nacer, una pulsera de oro con la fecha de mi primera comunión grabada, un colgante de la Virgen María y algunas chucherías desechadas por mis tías y mis primas más jóvenes. Me encantaba acariciar aquellos objetos preciosos.
— ¿Cuál quieres?
La pregunta de mi padre me cogió por sorpresa y le miré como si no hubiera entendido bien.
— ¿Qué es lo que más te gusta?
Esta pregunta me pareció más normal. Era como cuando íbamos a la playa: mi padre me preguntaba cuál de las villas de la bahía era mi preferida, y nos imaginábamos con todo detalle su interior, y cómo sería vivir allí. Traté de pensar bien mi respuesta, pero estaba abrumada por la cantidad de opciones.
— Ése – dije, señalando una cajita que contenía varios anillos de latón con pequeñas mariposas de colores.
— ¿Éste? – preguntó el vendedor, señalando la caja contigua, que contenía unos anillos de plata sin decoración alguna.
La voz del vendedor me había asustado, y cuando levanté la vista mi impresión fue aún mayor: era un gitano alto y gordo, vestido con una camisa amarilla y una cazadora abierta, a pesar del frío.
— Sí – mentí.
— ¿Cuánto vale? – preguntó mi padre. – 500 pesetas – respondió el gitano.
Antes de que me diera cuenta la transacción había terminado y yo llevaba el anillo de plata en el dedo índice de la mano izquierda. El sol lo hacía brillar tanto que casi olvidé mi preferencia por el de mariposas.
Llegamos a casa de la abuela, que estaba en una calle bulliciosa pero sombría, al lado de un parque. Cuando llegaron el resto de tíos y primos, pasamos a la mesa. La abuela siempre quería que me sentase a su lado. Durante la comida del domingo me enseñaba buenos modales y me hacía fijarme en detalles como la decoración del mantel, bordado por ella misma.
Como era la nieta más pequeña, me encargaba de bendecir la mesa. Aquel domingo, como todos, crucé las manos a la altura de la boca.
— ¿Qué tienes ahí? – dijo mi abuela, de pronto.
— ¿Qué? – pregunté.
— Ese anillo.
— Ah, me lo ha regalado hoy papá, en el mercadillo – dije con orgullo, mirando cómo brillaba bajo la luz de la lámpara del comedor.
Pensé que ya podía retomar la oración, pero mi abuela siguió hablando.
— ¿Cómo puede ser? – decía, como si hablara consigo misma. – En su situación… – No es nada, una baratija – dijo mi padre con tono firme.
— Encima eso. ¿Qué necesidad tiene una niña de baratijas?
La tía Mamen me dio un ligero codazo para que siguiera rezando.
Terminada la comida, llegó el momento de recoger la mesa. Tuve suerte y conseguí escaquearme, argumentando que necesitaba ir al baño. Cerré el pestillo y abrí el grifo, mientras los demás cargaban con vasos y platos.
Miré el anillo. La superficie de plata sin imperfecciones, suave y delicada. La forma en que encajaba en mi dedo índice. En unos años lo llevaría en el dedo corazón, o en el anular. Era mío. No era una baratija.