Viuda de Ezcurra

por postalessinsello

Este relato se publicó en el número 38 (julio-septiembre) de la revista online de literatura «Narrativas» (páginas 81-82). Foto: Amaia García Martínez.

viuda

Nadie se había molestado en quitar la placa de la puerta. Mostraba un Sagrado Corazón con la mano derecha alzada en actitud de bendecir. Debajo estaba la inscripción, todo en latón brillante:

Viuda de Ezcurra

Seguramente la placa había sido abrillantada por la propia Viuda de Ezcurra, poco antes de morir. Y es que, con toda probabilidad, la Viuda de Ezcurra había pasado sus últimos días en el piso de cuarenta metros cuadrados que yo acababa de alquilar aquel otoño.

Sentí un escalofrío y decidí que no volvería a pensar en ello.

Pero era difícil no hacerlo. Los cajones seguían llenos de manteles y servilletas que ella había bordado a mano. Habían sintonizado la televisión para que el primer canal fuese el que retransmitía misas desde el Vaticano, todos los domingos y fiestas de guardar. La ducha estaba a la altura adecuada para alguien de 1,50 metros de estatura.

El suelo del pasillo, la sala y la habitación estaba cubierto por una raída moqueta de color granate. Al principio me molestó, siempre había odiado las moquetas. Pero la casa no tenía calefacción, y en cuanto los días refrescaron, comencé a agradecerlo.

Creo que ahí empezó todo.

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Mis amigas seguían insistiendo en que hiciera una fiesta de inauguración de la casa. Les dije que no, utilizando la moqueta como excusa. Se va a llenar de manchas, y luego no habrá forma de quitarlas.

Además, es una casa pequeña, una casa de paso.

Quería creerlo, lo necesitaba, así que lo repetía de continuo. Pronto volvería a tener con quien compartirla, y enseguida, o por lo menos en cuanto llegasen los niños, eso seguro, tendríamos que mudarnos a otra más grande.

Pasaba el tiempo y las noches en aquel piso seguían pareciéndome demasiado silenciosas, tanto que cualquier mínimo ruido (el crujido de un mueble de madera, una bajante inoportuna, la lluvia contra la tejavana del patio) me sobresaltaba y me mantenía despierta. Tal vez si tuviese una mascota no habría tanto silencio.

Una visita al refugio municipal hizo el resto. Salí de allí con Casanova, un gato perezoso, suave y limpio. Lo instalé en una esquina de la sala: primero una estera para salvaguardar la moqueta, luego su colchón, el comedero y el bebedero, y sus juguetes gatunos. Al hacerlo, tuve la sensación de estar creando por fin un hogar, y no solo un sitio para vivir.

Aunque Casanova era un ser distante y egoísta, como corresponde a los gatos, descubrí que le agradaba mi llegada a casa. Si volvía de trabajar a la hora habitual, venía a la puerta para restregarse contra mis pantorrillas. Por el contrario, si me quedaba de cena, y no digamos ya de copas con mis amigas, se mostraba esquivo durante un par de días.

A causa de Casanova, comencé a acortar mis compromisos: Yo me retiro ya, el gato me espera para la cena. Mañana no puedo quedar, tengo que llevarlo al veterinario. Las primeras veces mis amigas se reían y hacían bromas, pero pronto se acostumbraron.

También decidí relajar las normas que me había autoimpuesto. Aunque antes tenía muy claro que Casanova no entraría en el dormitorio, empecé a dejarle dormir a mis pies. Al fin y al cabo, era un animal muy limpio.

Otra cosa que me había prometido a mí misma era que nunca compraría esas ridículas comidas “gourmet” para gatos, más caras que mi propia comida. Y sin embargo, ahora cada viernes iba al supermercado con la ilusión de encontrar un sabor nuevo, una variedad que no hubiese probado todavía, y darle a Casanova una pequeña sorpresa.

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Llegaron los meses más fríos del año y se me ocurrió llevar a la sala un mueble que había guardado en el trastero desde que me mudé a aquel piso, con la idea de echarlo a la basura en cuanto la casera me diese permiso. Era una mesa camilla con una bombilla infrarroja instalada debajo del tablero.

Había que reconocer que desprendía un calor agradable. Casanova también estaba encantado: tumbado a mis pies, lo oía ronronear de placer.

Entonces sonó el teléfono:

− ¿Viuda de Ezcurra? No, no se ha confundido. Es aquí.