Postales sin sello

© Amaia García Martínez

Categoría: relato

Asistente de redacción

Este relato fue finalista en la X edición del Concurso Literario Internacional Ángel Ganivet y ha sido publicado en su antología (p.55).

asistente de redacción

Una mañana, en un barrio de una gran ciudad, una mujer de mediana edad desayuna mientras hojea el periódico. La situación más normal del mundo. Se detiene en la sección de necrológicas. Nada raro.

El tazón de café con leche queda suspendido a medio camino entre la mesa y su boca. Pasan varios segundos sin que la mujer sea capaz de descifrar lo que está leyendo. Al final la taza cae sin romperse, la mujer sale de su trance y corre a por una bayeta. Tampoco es tan extraño.

Pero la mujer en cuestión no conoce al protagonista de la necrológica que ahora lee una y otra vez: “Juan Acosta Kaufmann, Tánger 1939 – Madrid 2015”.

Bueno, a decir verdad lo ha visto un par de veces, y habrá intercambiado con él unas pocas frases. Puro protocolo. Ni siquiera sintió hacia él un atisbo de simpatía. Y sin embargo, conoce su pensamiento mejor que el de ninguna otra persona. Puede contar pasajes enteros de su biografía y recitar sus frases más selectas.

En realidad, su vida entera gira en torno a él.

Esta mujer que desayuna soy yo, María López Merino, 56 años, residente en Madrid, asistente de redacción en Ediciones Folio, ahora integrada en el conglomerado Humanitas Editorial. Juan Acosta Kaufmann quizás no necesite presentación, pero haré un breve resumen de lo que ponía en su necrológica.

Pensador y novelista. De origen humilde y exótico, autodidacta. Relegado al ostracismo durante la Dictadura, se exilió en París y fue encumbrado en la Transición. Ya como académico y sabio de referencia, recorrió debates y tertulias, firmó artículos y ensayos. En definitiva, había dejado una impronta imborrable en la literatura en castellano del siglo XX y principios del XXI.

Acosta Kaufmann era algo así como el Kundera español. Nuestros caminos se cruzaron en 1983. Yo había terminado la carrera de Filología y comencé a trabajar, a cambio de un sueldo mísero, en Ediciones Folio. Lo habría hecho aunque no me pagasen en absoluto: para mí Folio era un templo del saber y sus libros (cubierta morada para la filosofía, naranja para la narrativa, y verde para la poesía), objeto de culto.

Mi jefe por aquel entonces, Mario Tamayo, me había dicho una mañana de otoño que tenía “una nueva apuesta”, y que yo me encargaría de pulir sus textos. Hasta aquel momento no había hecho más que contestar la correspondencia, comprobar pedidos y pagar a los recadistas, así que no cabía en mí de contento. La nueva apuesta era Juan Acosta Kaufmann.

El escritor fue entregando novelas y ensayos con un ritmo continuo, una obra cada dos años. Su éxito fue creciendo y llegó a convertirse en el autor más vendido de Folio. Hoy en día cualquier editor hubiera tratado de exprimirle, pero eran los años ochenta y estamos hablando de editores con principios, como Mario.

Yo iba pasando a limpio los textos, corregía las pruebas, contactaba con los prologuistas, escribía reseñas y, en general, daba forma a todos los libros que salían de la mente del gran escritor. Aunque en los últimos años su ritmo de producción se había vuelto algo más lento y su prosa más compleja, seguía siendo el autor más vendido de Folio y el principal motivo por el que Humanitas Editorial se había interesado por la casa.

− ¿Y ahora qué va a pasar contigo?

De acuerdo con una de sus costumbres que más me sacaban de quicio, mi marido se había acercado sigilosamente y estaba leyendo el periódico, todavía abierto en la página de necrológicas, por encima de mi hombro. No me había parado a pensarlo.

Pero ya eran las ocho de la mañana, iba a llegar tarde al trabajo.

Nada más sentarme en mi mesa de la oficina, Héctor Vázquez me llamó a su despacho. Vázquez era mi nuevo jefe, nombrado hacía un par de años por la dirección de Humanitas para reflotar Folio. Al principio hubo cotilleos y bromas a propósito de Vázquez entre los históricos. Su desconocimiento de la casa y, peor aún, de los libros, era notable. También llamaban la atención su estilo ejecutivo, su todoterreno y su reloj fuera de escala. Pero conforme la plantilla de Folio fue adelgazando, los rumores se habían ido extinguiendo.

− María, supongo que tú también has leído los periódicos. No hace falta que te diga que Juan ha sido el número uno de ventas de Folio durante décadas. Su muerte nos deja en una situación aún más comprometida.

Yo traté de componer mi mejor cara de pesadumbre mientras pensaba que esa familiaridad con Acosta Kaufmann, “Juan”, al que seguramente jamás había visto en persona, era muy típica de Vázquez.

− Adela, la agente de Juan, me ha llamado ya para decirme que ha dejado un manuscrito. Es una novela, y estaba a punto de terminarla.

− Vaya, es una gran noticia.

− Sí, lo es. Con el revuelo que ha causado su muerte, cualquier cosa que lleve la firma de Juan arrasará. Te vas a encargar de revisar el manuscrito y pulirlo, como has hecho siempre. Si nos damos un poco de prisa, podemos llegar a la campaña de Navidad. Quiero que le des prioridad absoluta, así que puedes trabajar desde casa. Esperamos un gran resultado, todos confiamos en ti.

__

El manuscrito de Acosta Kaufmann llegó en una caja de cartón de tamaño mediano. Me la llevé a casa en el metro, cargándola con cierta dificultad y algo de orgullo. Nadie en el vagón podía sospechar el valor de su contenido.

Me instalé en la mesa del comedor con el manuscrito, mi portátil, el diccionario de sinónimos y antónimos, y un termo de café que vaciaba y llenaba varias veces a lo largo del día. Nunca había trabajado en casa y, al principio, el silencio se me hacía abrumador.

Cualquier pequeño ruido me distraía más que el bullicio de la oficina. Sin embargo, comencé a acostumbrarme.

Dediqué los primeros días a leer el manuscrito y analizar su contenido: anotaba mis dudas y las erratas que iba encontrando, contrastaba versiones cuando una frase o incluso una escena entera había sido reescrita.

Al detectar ciertos manierismos, no podía evitar que se me escapase una sonrisilla. Con este manuscrito también jugué a uno de mis pasatiempos favoritos: antes de dar la vuelta a una página, trataba de adivinar cuál sería la siguiente palabra. Si acertaba diez seguidas, me concedía pequeños premios, como coger una onza de chocolate del frigorífico. Supongo que este juego lo practican todos los asistentes editoriales, aunque nunca lo he hablado con nadie.

A la semana de comenzar el trabajo ya tenía un diagnóstico. Me sentía como un forense que acaba de completar una autopsia. En resumen, mi informe era el siguiente: El último verano era una clásica novela corta de Acosta Kaufmann, que se centraba en sus temas más queridos.

En un contexto vagamente exótico, con edificios coloniales semiderruidos y nazis perseguidos por el Mosad, el autor desplegaba sus personajes de siempre. El héroe atormentado, atrapado entre la fidelidad a sí mismo y la presión social por alcanzar una noción de éxito que apenas entiende. Las sombras familiares, la madre abnegada y el padre militar. La mujer, apenas esbozada porque no hacía falta más para dejar claro lo que el autor quería que conociéramos de ella: su belleza y su distancia, cualidades inseparables.

Y entonces empezó.

__

Podría decir que no sé cómo ocurrió, pero lo recuerdo. Estaba leyendo una frase no especialmente relevante de la novela: “Las agujas de las mujeres de los marineros nunca eran lo suficientemente rápidas como para atrapar en sus redes los últimos rayos de sol”. La releí varias veces, primero en voz baja, luego marcando la pronunciación con los labios y, finalmente, en voz alta. No me gustaba. Era una idea poética, pero el resultado era confuso y cacofónico, y el adverbio estaba de más.

“Las mujeres de los marineros trataban de atrapar en sus redes los últimos rayos de sol”. Lo puse a lápiz en el margen. Luego lo escribí a ordenador, al final del texto que ya tenía transcrito. El cursor parpadeaba, invitándome a deshacerlo. Tenía la goma de borrar en la mano.

Pero no lo hice. La tentación era demasiado fuerte. ¿Y si…?

Los días siguientes quité adverbios, rompí frases subordinadas, eliminé adjetivos. Borré conversaciones acartonadas. Corté y cambié de sitio palabras, luego frases, párrafos y escenas enteras. Decidí que uno de los personajes secundarios, el inspector Rainer, era insustancial y lo eliminé de la trama.

Estaba disfrutando, por supuesto. Aquella sensación de libertad era desconocida para mí.

− ¿Marcha bien el trabajo? − me preguntó un día mi marido, en la cena−. Anoche te quedaste hasta tarde.

− Sí, va muy bien. Ahora mismo estoy puliendo el texto.

− Ah, genial.

Fue una sensación rara, como si me hubiera sorprendido robando. Supongo que me sonrojé. Pero él siguió comiendo, sin preguntarme en qué consistían las modificaciones. También he de decir que mi marido es ingeniero y jamás le ha interesado la ficción. Al principio de nuestro noviazgo, cuando yo llevaba cada nuevo libro que editábamos en Folio como si fuese un trofeo, solía fingir interés y muchas veces se quedaba dormido con uno de aquellos libros de cubierta morada, naranja o verde en el regazo.

Dediqué los días siguientes a mi principal problema con El último verano: Patricia, la protagonista femenina. Como todas las mujeres que ocupaban un papel central en la obra de Acosta Kaufmann, Patricia no tenía carácter, ni siquiera entidad. Sólo existía como huidizo objeto del deseo para el héroe. Tenía que hacer algo al respecto.

Añadí situaciones, le di frases en conversaciones en las que antes apenas intervenía. Le regalé una historia y una personalidad. Pensamientos propios. Lo estaba pasando en grande. Entonces sonó el teléfono.

Era Vázquez, y Vázquez nunca se andaba con rodeos.

− ¿Cuándo podré tener el borrador definitivo?

− No queda mucho, ya estoy terminando de pulirlo.

− Mándamelo por email en cuanto esté.

− Claro, el viernes sin falta.

Esa llamada debería haberme devuelto a la realidad. Tendría que haber guardado el archivo en el que estaba trabajando en una carpeta escondida en las profundidades de mi ordenador portátil, y retomado el documento original. Pero no era capaz de hacerlo. Como cuando suena el despertador y nos concedemos cinco minutos más, no paraba de decirme a mí misma que aquella sería la última palabra, la última frase. Pasaron dos días; el plazo que me había dado en la conversación con Vázquez estaba a punto de terminarse.

A última hora de la tarde del viernes, me senté a escribir a mi jefe. Redacté un mensaje somero (no se iba a molestar en leerlo), atribuyendo mi tardanza a la dificultad para descifrar la caligrafía temblorosa de Acosta Kaufmann. Y entonces me dispuse a adjuntar el archivo. En mi ordenador tenía dos documentos. «El último verano» era el texto original, la novela póstuma de Acosta Kaufmann pasada a limpio. «El último verano edit» era la versión libre en la que había trabajado, disfrutando por primera vez con mi trabajo, en los últimos días.

No sé qué me pasó.

Cuando me quise dar cuenta, el mensaje con el documento «El último verano edit» adjunto ya estaba enviado.

Lo lamenté, por supuesto. Maldije mi torpeza. Estaba segura de que Vázquez habría abierto el mensaje al momento. Me planteé todas las opciones a mi alcance. La única posibilidad viable pasaba por explicarle que había sido un error: le diría que aquel documento no era más que un pequeño ejercicio, un juego privado.

Pero no me sentía con fuerza para llamar a Vázquez. Por otro lado, en cuanto empezase a leerlo, él mismo se daría cuenta de que el texto no era original. Temía su reacción.

− ¿Te pasa algo? − me preguntó mi marido mientras veíamos la tele.

− No es nada. Acabo de mandarle la novela a Vázquez y…

¿Cómo explicárselo?

− Ya. Te entiendo. Siempre es difícil deshacerse de un trabajo en el que te has volcado tanto.

− Sí, es justo eso.

__

El fin de semana esperé, ensayando mentalmente mi conversación con Vázquez.

No podía concentrarme en nada más.

El lunes llegué a la oficina, casi sin dormir, y tal como imaginaba mi jefe me llamó a su despacho. Encima de su mesa estaba, impreso y encuadernado, «El último verano edit».

− María, acabo de hablar con Adela. Lo he contrastado también con un catedrático experto en la obra de Juan, y con el crítico de literatura del Grupo Crónica, Luis. ¿Sabes qué me dicen?

No podía descifrar la expresión de su cara.

− No.

− Es la mejor obra de Juan. Supera a las anteriores. Por fin se decidió a aligerar el estilo, y a darle peso a un personaje femenino. Patricia va a dejar huella. Ese cabrón tenía escondido un jodido canto de cisne.

− Vaya.

Vázquez sonreía, dando golpecitos a su copia impresa de «El último verano edit».

− Felicidades.

Nada más decirlo la expresión de Vázquez se ensombreció.

Ahora viene.

− María, siento mucho decirte esto, y especialmente ahora. Sabes que estamos en medio de una crisis brutal que afecta a todo el sector, y en nuestro caso hemos decidido hacerle frente con una reestructuración que nos permita seguir ofreciendo a los lectores las mejores obras.

− Sí.

− Tal como están las cosas, nos vemos obligados a prescindir de tu puesto. Pero quiero que sepas que tienes toda mi admiración por lo mucho que has aportado a esta casa, María.

La conversación con Vázquez había tomado un rumbo que no me había imaginado. Tuve que improvisar.

− No es para tanto. Yo sólo he sido una asistente de redacción.

Una baratija

Este relato se publicó en la revista online Almiar / Margen Cero, en octubre de 2015. Imagen: Mercado de flores de Valencia (1908).

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El domingo había mercadillo en el barrio, al lado de la iglesia. Después de ir a misa, solía pasear con mis padres entre los puestos.

— ¡Camisetas, camisetas para el niño y para la niña!

– ¡Vamos, vamos, que me los quitan de las manos!

– ¡Señora, no vaya sin bragas!

Mi madre se reía. La salida al mercadillo era su momento favorito de la semana. El domingo se maquillaba y se vestía con su mejor abrigo, que aquel invierno era gris, con el cuello forrado de pelo y un broche en forma de bailarina sobre la solapa. El abrigo, sin broche, lo había llevado antes mi abuela.

Pero aquel domingo mi madre se quedó en la cama. Me despedí de ella en el cuarto en penumbra.

— Estoy muy cansada, cariño. Luego iréis a comer a casa de la abuela.

Mi made había vuelto a trabajar como recepcionista en un hotel del centro, ahora en horario de noches.

El sermón, interrumpido por carraspeos y estornudos, se prolongó más de lo habitual. Al salir, miré agradecida el sol blanco de enero e incluso le di la mano a mi padre (ya había empezado a avergonzarme por este tipo de gestos), pegándome a él hasta sentir el tacto reconfortante de sus pantalones de pana.

El mercadillo estaba más concurrido de lo habitual. Como siempre, mi padre se detuvo en el puesto de las casetes de música, y las miró una a una. Todas las semanas repasaba cuáles formaban parte de su colección y cuáles eran nuevas, y quizás podría pedirlas a algún amigo para hacer una copia.

Seguimos paseando y le obligué a detenerse en el puesto de bisutería, que me parecía inabarcable.

En aquella época, además de los pendientes “de diario”, como decía mi madre, mi joyero contenía las perlitas que me habían puesto al nacer, una pulsera de oro con la fecha de mi primera comunión grabada, un colgante de la Virgen María y algunas chucherías desechadas por mis tías y mis primas más jóvenes. Me encantaba acariciar aquellos objetos preciosos.

— ¿Cuál quieres?

La pregunta de mi padre me cogió por sorpresa y le miré como si no hubiera entendido bien.

— ¿Qué es lo que más te gusta?

Esta pregunta me pareció más normal. Era como cuando íbamos a la playa: mi padre me preguntaba cuál de las villas de la bahía era mi preferida, y nos imaginábamos con todo detalle su interior, y cómo sería vivir allí. Traté de pensar bien mi respuesta, pero estaba abrumada por la cantidad de opciones.

— Ése – dije, señalando una cajita que contenía varios anillos de latón con pequeñas mariposas de colores.

— ¿Éste? – preguntó el vendedor, señalando la caja contigua, que contenía unos anillos de plata sin decoración alguna.

La voz del vendedor me había asustado, y cuando levanté la vista mi impresión fue aún mayor: era un gitano alto y gordo, vestido con una camisa amarilla y una cazadora abierta, a pesar del frío.

— Sí – mentí.
— ¿Cuánto vale? – preguntó mi padre. – 500 pesetas – respondió el gitano.

Antes de que me diera cuenta la transacción había terminado y yo llevaba el anillo de plata en el dedo índice de la mano izquierda. El sol lo hacía brillar tanto que casi olvidé mi preferencia por el de mariposas.

Llegamos a casa de la abuela, que estaba en una calle bulliciosa pero sombría, al lado de un parque. Cuando llegaron el resto de tíos y primos, pasamos a la mesa. La abuela siempre quería que me sentase a su lado. Durante la comida del domingo me enseñaba buenos modales y me hacía fijarme en detalles como la decoración del mantel, bordado por ella misma.

Como era la nieta más pequeña, me encargaba de bendecir la mesa. Aquel domingo, como todos, crucé las manos a la altura de la boca.

— ¿Qué tienes ahí? – dijo mi abuela, de pronto.
— ¿Qué? – pregunté.
— Ese anillo.
— Ah, me lo ha regalado hoy papá, en el mercadillo – dije con orgullo, mirando cómo brillaba bajo la luz de la lámpara del comedor.

Pensé que ya podía retomar la oración, pero mi abuela siguió hablando.

— ¿Cómo puede ser? – decía, como si hablara consigo misma. – En su situación… – No es nada, una baratija – dijo mi padre con tono firme.
— Encima eso. ¿Qué necesidad tiene una niña de baratijas?

La tía Mamen me dio un ligero codazo para que siguiera rezando.

Terminada la comida, llegó el momento de recoger la mesa. Tuve suerte y conseguí escaquearme, argumentando que necesitaba ir al baño. Cerré el pestillo y abrí el grifo, mientras los demás cargaban con vasos y platos.

Miré el anillo. La superficie de plata sin imperfecciones, suave y delicada. La forma en que encajaba en mi dedo índice. En unos años lo llevaría en el dedo corazón, o en el anular. Era mío. No era una baratija.

Viuda de Ezcurra

Este relato se publicó en el número 38 (julio-septiembre) de la revista online de literatura «Narrativas» (páginas 81-82). Foto: Amaia García Martínez.

viuda

Nadie se había molestado en quitar la placa de la puerta. Mostraba un Sagrado Corazón con la mano derecha alzada en actitud de bendecir. Debajo estaba la inscripción, todo en latón brillante:

Viuda de Ezcurra

Seguramente la placa había sido abrillantada por la propia Viuda de Ezcurra, poco antes de morir. Y es que, con toda probabilidad, la Viuda de Ezcurra había pasado sus últimos días en el piso de cuarenta metros cuadrados que yo acababa de alquilar aquel otoño.

Sentí un escalofrío y decidí que no volvería a pensar en ello.

Pero era difícil no hacerlo. Los cajones seguían llenos de manteles y servilletas que ella había bordado a mano. Habían sintonizado la televisión para que el primer canal fuese el que retransmitía misas desde el Vaticano, todos los domingos y fiestas de guardar. La ducha estaba a la altura adecuada para alguien de 1,50 metros de estatura.

El suelo del pasillo, la sala y la habitación estaba cubierto por una raída moqueta de color granate. Al principio me molestó, siempre había odiado las moquetas. Pero la casa no tenía calefacción, y en cuanto los días refrescaron, comencé a agradecerlo.

Creo que ahí empezó todo.

__

Mis amigas seguían insistiendo en que hiciera una fiesta de inauguración de la casa. Les dije que no, utilizando la moqueta como excusa. Se va a llenar de manchas, y luego no habrá forma de quitarlas.

Además, es una casa pequeña, una casa de paso.

Quería creerlo, lo necesitaba, así que lo repetía de continuo. Pronto volvería a tener con quien compartirla, y enseguida, o por lo menos en cuanto llegasen los niños, eso seguro, tendríamos que mudarnos a otra más grande.

Pasaba el tiempo y las noches en aquel piso seguían pareciéndome demasiado silenciosas, tanto que cualquier mínimo ruido (el crujido de un mueble de madera, una bajante inoportuna, la lluvia contra la tejavana del patio) me sobresaltaba y me mantenía despierta. Tal vez si tuviese una mascota no habría tanto silencio.

Una visita al refugio municipal hizo el resto. Salí de allí con Casanova, un gato perezoso, suave y limpio. Lo instalé en una esquina de la sala: primero una estera para salvaguardar la moqueta, luego su colchón, el comedero y el bebedero, y sus juguetes gatunos. Al hacerlo, tuve la sensación de estar creando por fin un hogar, y no solo un sitio para vivir.

Aunque Casanova era un ser distante y egoísta, como corresponde a los gatos, descubrí que le agradaba mi llegada a casa. Si volvía de trabajar a la hora habitual, venía a la puerta para restregarse contra mis pantorrillas. Por el contrario, si me quedaba de cena, y no digamos ya de copas con mis amigas, se mostraba esquivo durante un par de días.

A causa de Casanova, comencé a acortar mis compromisos: Yo me retiro ya, el gato me espera para la cena. Mañana no puedo quedar, tengo que llevarlo al veterinario. Las primeras veces mis amigas se reían y hacían bromas, pero pronto se acostumbraron.

También decidí relajar las normas que me había autoimpuesto. Aunque antes tenía muy claro que Casanova no entraría en el dormitorio, empecé a dejarle dormir a mis pies. Al fin y al cabo, era un animal muy limpio.

Otra cosa que me había prometido a mí misma era que nunca compraría esas ridículas comidas “gourmet” para gatos, más caras que mi propia comida. Y sin embargo, ahora cada viernes iba al supermercado con la ilusión de encontrar un sabor nuevo, una variedad que no hubiese probado todavía, y darle a Casanova una pequeña sorpresa.

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Llegaron los meses más fríos del año y se me ocurrió llevar a la sala un mueble que había guardado en el trastero desde que me mudé a aquel piso, con la idea de echarlo a la basura en cuanto la casera me diese permiso. Era una mesa camilla con una bombilla infrarroja instalada debajo del tablero.

Había que reconocer que desprendía un calor agradable. Casanova también estaba encantado: tumbado a mis pies, lo oía ronronear de placer.

Entonces sonó el teléfono:

− ¿Viuda de Ezcurra? No, no se ha confundido. Es aquí.

La nadadora

Este relato se publicó en el número de diciembre de 2014 de la revista online de literatura «El coloquio de los perros«. Foto: Fernando Martínez Sarasqueta.

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Yo no soy escritora: sólo nado, y luego transcribo.

Se convirtió en una de las frases favoritas de los periodistas. Recordabas cuándo la habías dicho por primera vez, en un hotel de Hamburgo, adonde te había llevado la gira europea de Todos los demás ya lo sabían.

Era una frase algo exagerada, y sin embargo tu vida podía medirse en piscinas.

La piscina del barrio residencial en el que naciste y creciste. Cuando tus padres se divorciaron, la piscina del club que estaba cerca del piso de él. La piscina de la residencia de estudiantes en la que viviste durante la carrera, en Madrid. La piscina del centro, cerca del estudio que alquilabas antes de casarte. La piscina de la casa que pudiste comprar cuando tu trilogía Un año en Florencia se convirtió en un best seller.

Y todas aquellas piscinas esporádicas, las de los hoteles y los apartamentos, las de los amigos, las de cuando te llamaban de alguna universidad para impartir un curso, las de ciudades en las que sólo habías dormido unas noches. Las piscinas de paso.

Era una frase algo exagerada, pero siempre habías escrito mientras nadabas.

Las historias, los estados de ánimo venían a ti entre brazada y brazada. No pensabas en nada más que en tu propia respiración, y al mismo tiempo un personaje entero tomaba forma ante ti, una conversación se desarrollaba en tu mente. Al salir de la piscina necesitabas sentarte a transcribirlo, aunque a veces tenías la sensación de que algo se había desvanecido en el agua.

Recientemente, ya cerca de los cuarenta, habías empezado a nadar en el mar. El agua sin límites, opaca, llena de criaturas extrañas.

Habías descubierto que nadando en el mar sólo podías escribir poesía.

__

Era octubre, pero hacía viento sur. Te levantaste pronto, te pusiste el bañador rojo (tu favorito) y bajaste descalza al jardín.

Te quedaste un momento en el borde de la piscina, y supiste que eras incapaz de meterte en el agua. Una fuerza que no podía proceder más que de ti misma te mantenía clavada al bordillo.

Trataste de razonar, ¿Tendré miedo al frío? Ni siquiera eras capaz de mover un pie para tocar el agua, de agacharte y romper con un dedo la superficie brillante de la piscina.

Hiciste estiramientos. Entraste en casa, preparaste café, miraste la piscina desde la ventana del comedor. Te pusiste un albornoz y acercaste una de las sillas plegables al borde del agua.

Al rato tu marido salió para ir a trabajar. Te dio un beso en la mejilla sin decir nada, como si tu actitud no le sorprendiera. Tu hijo mayor también salió para ir a la facultad, con la bici en la mano, se despidió desde la puerta y tú le gritaste adiós. Romina llegó en su coche gris. Puso la radio en la cocina, luego oíste el ruido del aspirador y al final se marchó con un crujido de gravilla. No quería molestarte.

Entraste en casa corriendo, te pusiste un vestido encima del bañador y cogiste la bolsa de deporte. Te costó un rato encontrar la tarjeta, estaba en una cartera que ya no utilizabas. Las piscinas municipales quedaban a apenas unos minutos de distancia.

Te pusiste frente a una de las calles vacías, delimitada con corcheras blancas y verdes. La superficie de la piscina se revolvía al paso de los nadadores.

La misma fuerza te mantenía pegada al bordillo y, cuando ya algunos nadadores se volvieron para mirarte, acabaste por rendirte y volviste sobre tus pasos.

__

Eran más de las doce, y necesitabas ponerte a escribir. Esa era tu rutina. Lo había sido durante años.

Yo no soy escritora: sólo nado, y luego transcribo.

En la mesa situada frente a la ventana había un jarrón con flores blancas, el último libro que estabas leyendo, un cuaderno de notas, el pesado diccionario de sinónimos y antónimos. Tu portátil estaba encendido.

Abriste, uno a uno, los documentos de los distintos proyectos que tenías en marcha. Escogiste un relato breve que te habían encargado para una revista de viajes.

Tratabas de visualizar las frases en tu mente y luego, o quizás al mismo tiempo, llevarlas hasta la punta de tus dedos.

Pero era inútil. Todas las palabras que escribías eran viejas, ideas que ya habías probado y descartado anteriormente. Escribías y borrabas.

Yo no soy escritora: sólo nado, y luego transcribo.

Tus manos se movían del teclado a tus labios. Siempre te mordías los labios cuando no sabías qué hacer.

Había algo raro en el olor de tus manos. Tardaste un rato en darte cuenta de qué era: el olor del cloro. Faltaba el olor a cloro.

Al final cogiste el teléfono. Te sabías de memoria el número de la editora.

¿Hay algún problema si durante un tiempo me dedico al ensayo?