La nadadora

por postalessinsello

Este relato se publicó en el número de diciembre de 2014 de la revista online de literatura «El coloquio de los perros«. Foto: Fernando Martínez Sarasqueta.

amaia nadando edit

Yo no soy escritora: sólo nado, y luego transcribo.

Se convirtió en una de las frases favoritas de los periodistas. Recordabas cuándo la habías dicho por primera vez, en un hotel de Hamburgo, adonde te había llevado la gira europea de Todos los demás ya lo sabían.

Era una frase algo exagerada, y sin embargo tu vida podía medirse en piscinas.

La piscina del barrio residencial en el que naciste y creciste. Cuando tus padres se divorciaron, la piscina del club que estaba cerca del piso de él. La piscina de la residencia de estudiantes en la que viviste durante la carrera, en Madrid. La piscina del centro, cerca del estudio que alquilabas antes de casarte. La piscina de la casa que pudiste comprar cuando tu trilogía Un año en Florencia se convirtió en un best seller.

Y todas aquellas piscinas esporádicas, las de los hoteles y los apartamentos, las de los amigos, las de cuando te llamaban de alguna universidad para impartir un curso, las de ciudades en las que sólo habías dormido unas noches. Las piscinas de paso.

Era una frase algo exagerada, pero siempre habías escrito mientras nadabas.

Las historias, los estados de ánimo venían a ti entre brazada y brazada. No pensabas en nada más que en tu propia respiración, y al mismo tiempo un personaje entero tomaba forma ante ti, una conversación se desarrollaba en tu mente. Al salir de la piscina necesitabas sentarte a transcribirlo, aunque a veces tenías la sensación de que algo se había desvanecido en el agua.

Recientemente, ya cerca de los cuarenta, habías empezado a nadar en el mar. El agua sin límites, opaca, llena de criaturas extrañas.

Habías descubierto que nadando en el mar sólo podías escribir poesía.

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Era octubre, pero hacía viento sur. Te levantaste pronto, te pusiste el bañador rojo (tu favorito) y bajaste descalza al jardín.

Te quedaste un momento en el borde de la piscina, y supiste que eras incapaz de meterte en el agua. Una fuerza que no podía proceder más que de ti misma te mantenía clavada al bordillo.

Trataste de razonar, ¿Tendré miedo al frío? Ni siquiera eras capaz de mover un pie para tocar el agua, de agacharte y romper con un dedo la superficie brillante de la piscina.

Hiciste estiramientos. Entraste en casa, preparaste café, miraste la piscina desde la ventana del comedor. Te pusiste un albornoz y acercaste una de las sillas plegables al borde del agua.

Al rato tu marido salió para ir a trabajar. Te dio un beso en la mejilla sin decir nada, como si tu actitud no le sorprendiera. Tu hijo mayor también salió para ir a la facultad, con la bici en la mano, se despidió desde la puerta y tú le gritaste adiós. Romina llegó en su coche gris. Puso la radio en la cocina, luego oíste el ruido del aspirador y al final se marchó con un crujido de gravilla. No quería molestarte.

Entraste en casa corriendo, te pusiste un vestido encima del bañador y cogiste la bolsa de deporte. Te costó un rato encontrar la tarjeta, estaba en una cartera que ya no utilizabas. Las piscinas municipales quedaban a apenas unos minutos de distancia.

Te pusiste frente a una de las calles vacías, delimitada con corcheras blancas y verdes. La superficie de la piscina se revolvía al paso de los nadadores.

La misma fuerza te mantenía pegada al bordillo y, cuando ya algunos nadadores se volvieron para mirarte, acabaste por rendirte y volviste sobre tus pasos.

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Eran más de las doce, y necesitabas ponerte a escribir. Esa era tu rutina. Lo había sido durante años.

Yo no soy escritora: sólo nado, y luego transcribo.

En la mesa situada frente a la ventana había un jarrón con flores blancas, el último libro que estabas leyendo, un cuaderno de notas, el pesado diccionario de sinónimos y antónimos. Tu portátil estaba encendido.

Abriste, uno a uno, los documentos de los distintos proyectos que tenías en marcha. Escogiste un relato breve que te habían encargado para una revista de viajes.

Tratabas de visualizar las frases en tu mente y luego, o quizás al mismo tiempo, llevarlas hasta la punta de tus dedos.

Pero era inútil. Todas las palabras que escribías eran viejas, ideas que ya habías probado y descartado anteriormente. Escribías y borrabas.

Yo no soy escritora: sólo nado, y luego transcribo.

Tus manos se movían del teclado a tus labios. Siempre te mordías los labios cuando no sabías qué hacer.

Había algo raro en el olor de tus manos. Tardaste un rato en darte cuenta de qué era: el olor del cloro. Faltaba el olor a cloro.

Al final cogiste el teléfono. Te sabías de memoria el número de la editora.

¿Hay algún problema si durante un tiempo me dedico al ensayo?